Microcuento: La Oruga que llegó tarde a su propia prisa

En el Valle de las Cosas Blandas, el tiempo no corría: se arrastraba. Y a veces, si el día estaba muy bonito, el tiempo se echaba una siesta debajo de una piedra y se olvidaba de seguir.

Allí vivía Tita. Tita tenía el pelo color nube de tormenta, pero el humor de un domingo por la mañana. Tita tenía una filosofía muy importante: "Si se puede hacer mañana, mejor hacerlo pasado mañana".

Un día, el sol estaba redondo y jugoso, como una naranja gigante a punto de explotar de tanto jugo . Los árboles no tenían hojas verdes y aburridas, no señor; tenían plumas rosadas y fucsias, porque en este valle los árboles se disfrazaban de flamenco cuando les daba la gana. Sobre todo al apardear, cuando el día empezaba a despedirse.

En medio de ese paisaje, venía caminando Don Patricio.

Don Patricio era una oruga verde, pequeña, blanda y muy preocupada. Don Patricio creía que llegaba tarde. ¿A dónde? No sabía, pero sus pequeño cuerpo se movían con un frenesí casi gracioso.

—¡Permiso, permiso! —decía Don Patricio a una flor amarilla—. ¡Que se me pasa el arroz! ¡Que se me escapa el tren! ¡Que el futuro ya es ayer!

Don Patricio subió una colina rosa, bajó un valle verde y de repente se encontró frente a una montaña azul con rayas blancas.

—¡Una montaña de rayas! —exclamó la oruga—. ¡Seguro que la cima es el lugar donde reparten la “prisa”!

Don Patricio escaló. Subió, subió y subió. Le llevó lo que tarda un suspiro largo o dos estornudos cortos. Y cuando llegó a la cima, se dio cuenta de que la montaña no era de piedra. Era de lana. Y estaba medio calentita.

La montaña, en realidad, era el hombro de Tita .

Tita estaba ahí, quieta, con los ojos cerrados, escuchando cómo crecían sus propias pestañas. Sentía el sol en los cachetes, que se le habían puesto rojos como dos manzanas de feria.

Don Patricio, agitado, se paró cerca de la oreja de Tita y gritó:

—¡Oiga, señora Montaña! ¿Por qué no se mueve? ¡El mundo gira a 1.600 kilómetros por hora y tu ahí, quieta como un florero!

Tita abrió un ojo, solo uno, y lo miró con dulzura.

—Hola, Don Patricio. No estoy quieta. Estoy viajando.

La oruga se indignó tanto que casi se le hace un nudo en el cuerpo.

—¿Viajando? ¡Si no ha movido ni un dedo!

—Estoy viajando hacia adentro —dijo Tita, y la voz le salió muy suave, como pan con mantequilla—. Y además, estoy ocupada haciendo algo dificilísimo.

—¿Qué cosa puede ser esa tan dificil? —preguntó la oruga, frenando su marcha por curiosidad.

—Estoy sosteniendo el sol con la cabeza para que no se caiga —dijo Tita muy seria—. Y estoy ayudando a las rayas de mi chaqueta a mantenerse derechas. Si me muevo rápido, se desordenan y se vuelven un garabato.

Don Patricio miró las rayas azules. Eran perfectas. Miró el sol naranja. Seguía ahí colgado. Miró las mejillas coloradas de Tita y sintió una paz que le dio sueño.

—¿Y no hay que llegar a ningún lado? —preguntó la oruga, con la voz más bajita.

—Ya llegamos —dijo Tita, volviendo a cerrar los ojos—. Estamos justo aquí. Y "aquí" es el mejor lugar del mapa.

La oruga miró hacia el horizonte. Vio los árboles rosas que no tenían prisa por volverse verdes. Sintió que el viento no empujaba, sino que acariciaba.

Entonces, Don Patricio suspiró. Fue un suspiro verde y largo. Se acomodó en el hombro de Tita, justo sobre una raya azul, y decidió que, por ese día, la prisa podía irse sola a donde quisiera. Él se quedaría allí, en el Valle de las Cosas Blandas, ayudando a Tita a que el mundo no girara tan rápido.

Y dicen que, si prestas mucha atención, todavía están ahí: la chica de pelo casi morado y la oruga verde, haciendo la cosa más importante del mundo: disfrutar de estar vivos y las pequeñas cosas, despacito.

Siguiente
Siguiente

El arte de crear sin perder tu esencia